Lesiones Isquémicas y Necróticas Renales en Animales Domésticos**, basado exclusivamente en la información del texto de Trigo (6ta Edición).
Las lesiones isquémicas y necróticas del riñón representan una de las consecuencias más graves y frecuentes de procesos patológicos que comprometen el flujo sanguíneo o la integridad del parénquima renal. A diferencia de las infecciones o las neoplasias, estas lesiones no son causadas por agentes invasores, sino por la falta de oxígeno y nutrientes —la isquemia— que desencadena una muerte celular irreversible, la necrosis. En la práctica veterinaria, reconocer estos patrones es esencial para entender la progresión de enfermedades como la pielonefritis crónica, la urolitiasis, la intoxicación por fármacos o incluso el trauma. Según Trigo (6ta Edición), estas alteraciones no son entidades independientes, sino manifestaciones finales de una serie de procesos que, si no se controlan, llevan inexorablemente a la pérdida funcional del riñón.
Uno de los mecanismos más importantes de isquemia renal es la obstrucción del flujo urinario, que provoca una presión hidrostática ascendente. Cuando un urolito, una neoplasia o una estenosis congénita bloquea el uréter o la uretra, la orina no puede evacuarse, lo que genera una dilatación progresiva de la pelvis renal y los cálices. Esta distensión comprime los vasos sanguíneos peritubulares y las vasa recta, reduciendo drásticamente el riego sanguíneo. Con el tiempo, esta compresión crónica lleva a una atrofia del parénquima renal, una condición conocida como hidronefrosis. Macroscópicamente, el riñón se ve aumentado de tamaño, redondeado y con una cápsula tensa; al corte, la corteza se adelgaza notablemente, mientras que la médula y la pelvis se dilatan como una bolsa llena de líquido. Si la obstrucción persiste, el exudado puede volverse purulento, convirtiéndose en una pielonefritis secundaria, lo que agrava aún más el daño isquémico. Microscópicamente, se observa una atrofia pronunciada de los túbulos y glomérulos, con fibrosis intersticial, membranas basales hialinizadas y, en casos avanzados, quistes adquiridos derivados de la dilatación de la cápsula de Bowman. Este proceso es irreversible: una vez que el parénquima se reemplaza por tejido fibroso, la función renal no se recupera.
Otra forma crítica de isquemia renal ocurre en la necrosis papilar, una lesión que afecta específicamente la médula renal. Esta zona es particularmente vulnerable debido a su escaso riego sanguíneo, su alta osmolaridad y la presencia de amoniaco, factores que la hacen más susceptible a la hipoxia. La necrosis papilar se desarrolla principalmente cuando hay obstrucción de las *vasa recta*, los vasos que irrigan la médula. Las causas más comunes incluyen la pielonefritis crónica prolongada, el uso de antiinflamatorios no esteroideos como la fenilbutazona, la deshidratación severa o la intoxicación por ciertas toxinas. Macroscópicamente, la papila renal se ve ulcerada, necrótica y a menudo separada del parénquima circundante, con una superficie de color grisáceo o negro. Microscópicamente, se evidencia una necrosis coagulativa del tejido medular, con pérdida completa de los túbulos y vasos sanguíneos, mientras que el parénquima cortical puede mantenerse relativamente intacto. Esta lesión es una señal de que la enfermedad renal ha avanzado a un estadio crónico y severo, y frecuentemente se asocia con insuficiencia renal progresiva.
Los infartos sépticos también son una forma de lesión isquémica-necrótica, aunque su origen es diferente. En este caso, no es la obstrucción del flujo urinario lo que causa la isquemia, sino la embolización de émbolos bacterianos desde una fuente sistémica. Estos émbolos se alojan en las arteriolas renales, obstruyendo el flujo sanguíneo local y generando áreas de necrosis coagulativa. La más clásica asociación es con *Erysipelothrix rhusopathiae* en cerdos, donde se observan infartos triangulares característicos en la corteza renal, con base en la cápsula y vértice dirigido hacia la médula. Estos infartos, aunque son de naturaleza isquémica, suelen estar rodeados por una reacción inflamatoria supurativa, lo que los diferencia de los infartos no infecciosos. En bovinos y potros, *Arcanobacterium pyogenes* puede causar infartos similares como parte de una nefritis supurativa embólica. Microscópicamente, la necrosis es coagulativa, con preservación de la arquitectura vascular en los bordes, pero sin presencia de neutrofilos activos en el centro, a diferencia de los abscesos. El hallazgo de infartos triangulares en un cerdo debe hacer sospechar inmediatamente una infección por *E. rhusopathiae*, especialmente si se acompaña de lesiones cutáneas o articulares.
La ruptura vesical, aunque no es una lesión renal directa, tiene un impacto indirecto y severo sobre la perfusión renal. Cuando la vejiga se rompe por obstrucción urolítica, trauma o distocia, la orina se filtra en la cavidad peritoneal, causando uroperitoneo. Este líquido tóxico altera el equilibrio electrolítico, induce una inflamación peritoneal generalizada y puede provocar un shock séptico. El estrés sistémico y la hipotensión resultantes reducen el gasto cardíaco y el flujo sanguíneo renal, generando isquemia renal secundaria. Además, la presión intraabdominal elevada puede comprimir los vasos renales, agravando aún más la isquemia. Esta situación es una emergencia veterinaria, ya que sin intervención rápida, la necrosis renal aguda puede desarrollarse en cuestión de horas.
La fibrosis renal, aunque técnicamente una respuesta de reparación, es la consecuencia final y más representativa de las lesiones isquémicas y necróticas crónicas. Cuando el daño tubular es tan severo que el epitelio no puede regenerarse —porque la membrana basal se destruye, por exposición prolongada a nefrotoxinas como los taninos del roble, o por una necrosis tubular aguda extensa—, el parénquima renal es reemplazado por tejido conectivo fibroso. Esta fibrosis es el punto final común de muchas enfermedades renales: pielonefritis crónica, glomerulonefritis, infarto, hidronefrosis y toxicosis. Macroscópicamente, el riñón fibroso es pequeño, pálido, firme y con una superficie granulada o con depresiones profundas; la relación corteza-médula se pierde, y la cápsula está adherida al parénquima. Microscópicamente, se observa un reemplazo masivo del intersticio por colágeno, con túbulos atróficos, ectásicos o ausentes, membranas basales mineralizadas, glomérulos retraídos y quistes adquiridos. Esta lesión es irreversible, y cuando se vuelve difusa, el riñón pierde toda capacidad de concentrar la orina, lo que se manifiesta clínicamente como poliuria e isostenuria, anemia por falla en la producción de eritropoyetina, y osteodistrofia fibrosa por hiperparatiroidismo secundario. En muchos casos, el riñón fibroso se considera un “estado terminal”, donde el proceso inicial ya no es identificable, y la función renal se ha perdido completamente.
En resumen, las lesiones isquémicas y necróticas renales no son enfermedades en sí mismas, sino el resultado final de una cascada de eventos que comprometen el riego sanguíneo o la integridad del parénquima. Desde la obstrucción urinaria que causa hidronefrosis, hasta la necrosis papilar por deshidratación, los infartos sépticos por bacteremia o la fibrosis post-necrótica por toxinas, todas estas condiciones convergen en la misma consecuencia: la pérdida irreversible de la nefrona. Reconocer los patrones macroscópicos y microscópicos de estas lesiones permite no solo diagnosticar la enfermedad en curso, sino también anticipar el pronóstico y evitar su progresión. En la práctica clínica, prevenir la obstrucción urinaria, tratar a tiempo las infecciones renales, evitar el uso prolongado de fármacos nefrotóxicos y mantener una adecuada hidratación son las estrategias más efectivas para evitar que un riñón saludable se convierta en un órgano fibroso y sin función.
**Referencia**
Trigo, J. (6ta Edición). *Patología Sistémica Veterinaria*. Capítulos 4: Sistema Urinario.
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